miércoles, 28 de julio de 2010

A dormir

¿Cuántas noches llevaba ya así? Los días pasaban en suspiros, rápidos y fugaces suspiros, y al llegar la oscuridad, al cesar las voces de la vida diurna, al oírse nada más que grillos, y respiraciones acompasadas... ¿cuántas noches llevaba ya de susurrarme "A dormir" al cerrar los ojos?
Las sábanas de mi cama nunca me gustaron. Siempre ásperas, y duras. Blancas, como las de los sanatorios, o azules, tan oscuras como el insoportable cielo nocturno. Y siempre rodéandome, aplástandome y atándome a mis sueños. ¡Cómo no odiarlas si al despertar no hacía más que encontrarme enredada en ellas!
Las frazadas, en cambio, no me molestaban. El frío del invierno era tan devastador en mi zona que realmente eran una bendición. Por más pesadas que fueran, eran toda una bendición. Sobre todo la de las "nubes" grises. La de noches que habría pasado tiritando sin aquella masa informe y abultanta sobre mi cuerpo, con sus torpes pero abrigados trazos que mi hermana, menor, y por cierto, muy imaginativa, había calificado de "nubes".
El colchón tenía que ser suave, y acolchonadito, pero podía dormir tanto en el mío como en el de mi papá, mi hermana o incluso el de mi mamá, duro como él solito. No tenía ningún problema de espalda, y la tensión del día no necesitaba ayuda para desaparecer, puesto que la somnolencia que me producía el ir y venir de las sombras provenientes de la ventana hacía, por sí sola, todo el esfuerzo.
La almohada no podía ser otra que LA almohada. Sino era LA almohada, yo no podía dormir. Me la había comprado mamá de chiquita, y lo nuestro había sido amor a primera vista. Ni bien me la entregó recuerdo mirarla con atención, como embobada, y, ante la mirada de asombro de su atónita compradora, tirarme, allí y sin pensarlo dos veces, a dormir sobre ella. Qué gracioso. Antes entraba de cuerpo completo sobre la misma. Ahora tenía que contentarme con apoyar la cabeza en su cómoda y ya moldeada tela. Nunca había dejado que mamá le pusiera la funda que hacía juego con el resto de la ropa de cama, porque, de alguna forma, me daba miedo, qué tonta, de que cambiara su forma, de que ya no fuera tan plácido tirarme sobre ella.
El cubrecama, que no sacaba nunca de la cama por el simple hecho de que rehacer una cama desecha es mucho más sencillo que volverla a armar, no era la cosa más bonita del mundo. Tenía un color blanco muy desgastado, que casi se había tornado amarillo. De todas formas, no importaba. De chiquita no se veía bajo mi montaña de peluches y ahora, simplemente, no importaba.
Los peluches... Ah, los peluches. Fieles compañeros de sueño, ¡cómo los había querido! ¡Cuánto me había dolido el día en que mamá los había donado, pese a su desastroso estado y mi crecidita edad! Osos rotos a los que se les veía el relleno salir por las costuras, muñecas con la lana de sus cabellos entrelazada, enredada en cabezas ajenas, y otros animalitos y hadas, de miradas tuertas a falta de algún botón, o de extremidades y sombreros perdidos por algún exceso de amor por parte de mi perro.
Mi perro. A ese sí que no lo extrañaba, por cierto. Molesto como él sólo, Onan (nombre puesto, claramente, por mi hermanita) siempre me despertaba con su baba sobre mi pelo, o mi rostro. Aparecía a veces por las noches, dándome sustos de muerte con algún ladrido al estilo "Permiso, permiso, yo también quiero dormir", o por las mañanas, directamente, arráncandome súbitamente de algún recóndito sueño al sentir un calor extraño, o cierta presión o dolor en las piernas.
"A dormir"... ¿cuántas noches llevaba ya de susurrarme "A dormir" al cerrar los ojos?

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