sábado, 21 de enero de 2012

Blind

Sin más, la oscuridad nos embriagó. No hubo ningún gesto previo, ninguna alusión. No hubo instancia ni referencia alguna a lo que pasaría luego de apagar las luces. Poco antes nos saludábamos en un café, poco después nos despedíamos sin mirar atrás.
No era de extrañar. Así llevaba siendo mi vida desde hace tiempo: imprevista, casual, fortuita. ¿De qué otra forma podría haber llevado la pérdida que podría haberme empujado a los abismos de mi destrucción? Continuaba yendo a trabajar, continuaba alimentándome y pagando mis cuentas. Nada había cambiado en mí, salvo el perfume que me envolvía risueño, corrupto ahora por el férvido aroma de la indiferencia.
Nada me importaba ya lo suficiente como para negarme a ello y no había existencia que pudiera conservar mi atención por más tiempo del necesario para deshacerme de ella. A nadie le importaban tampoco mis acciones, nadie podía reprocharme un modo de vivir que era tan común en las calles de aquella ciudad como las sombras bajo el sol.
Toda preocupación y resolución me había abandonado al verle sonreír aquel día, su rostro bañado por la pálida luz del pasillo y su cuerpo demacrado por los meses de sufrimiento pasados, alejándose su consciencia como le había olvidado bajo los efectos de la anestesia horas antes, apagándose su percepción como se adueñaba de él el abatimiento tras nuestras más felices noches. Nunca más vería lo más profundo de sus ojos abrirse ante mí, ni podría contemplar a través de mi júbilo su serena felicidad al despertar a mi lado. Su cálida risa se había extinguido de este mundo y su voz, aterciopelada e incitante, no volvería a sonar, ahogada por la mano de la muerte.
Nadie se hizo cargo de su cadáver, y el día del sepelio, la familia chismorreaba entre sus ropas de luto y temblaban ante el ataúd los médicos, tan sólo preocupados por evitar un juicio que los podría haber hundido más profundo de lo que la fosa que lo contuvo más tarde quiso nunca alcanzar. Sola con mis lágrimas quedé junto a su tumba y así permanecí hasta que el sol, tan esquivo como siempre, me abandonó también y los guardias me arrastraron fuera del cementerio.
A la sombra de un peso como aquel no me costó desprenderme de todo sentimiento y de toda ilusión. Se marcharon sin remordimientos, dejando a mi mente en el frío silencio en el que descansa hoy y a mi corazón en la inmutable oscuridad que lo protege del dolor que espera a la puerta, incansable a la espera de que un milagro me aparte de la ceguera.

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